
Que un pop-up sirve para comer bien, ya lo sabes. Pero hay veces —pocas— en las que además te enseña cosas. Te sientas en una mesa con desconocidos, ves a dos cocineros compartir fuego, ideas y algún que otro vino, y entiendes que la cocina puede ser otra cosa: una conversación con acento, memoria, humor y territorio.
Eso pasó el 5 de mayo en Palo Verde, donde el chef Ludwig Amiable se trajo de invitado a Àngel Esteve de Sisè, un restaurante con mirada alta que está revolucionando Lleida. Y sí, lo de “revolucionar” no es una exageración. Esteve tiene solo 27 años y ya ha pasado por Gaggan, Mugaritz, el Celler, Coure, Camarena y Gresca. Vamos, que no ha venido a hacer prácticas. Ha venido a dejar huella.
¿Qué pinta un pop-up entre dos cocinas de aquí?
Pues todo. Porque no se trata de irse a Bangkok a buscar inspiración si aquí al lado tienes proyectos que arden. Este pop-up no iba de distancia geográfica, sino de afinidades. De respeto mutuo y de pasárselo bien cocinando. ¿El resultado? Un menú que no era de Palo Verde ni de Sisè, sino de los dos a la vez. Una especie de criatura híbrida que funcionaba como una cena y como una declaración de intenciones.


Vamos al lío: lo que se comió
La cosa arrancó suave, con una escalivada de pimiento rojo firmada por Palo Verde que se encontró con el tou de til·lers, la trucha de río y un miso marca de la casa de Sisè. Primer bocado y ya sabías que aquí había química.
Después llegó el mejillón, atrevido, en escabeche de brasa, con zanahoria. Picaba, sabía a mar, sabía a fuego. Y seguía una tosta de boquerón con mayo de padrón, que era crujiente, salina, fresca y ligeramente canalla. Esa que no sabes si es aperitivo o principal, pero te da igual.
La cosa se ponía seria con el espárrago blanco con pistacho y cremoso de parmesano —un plato que gritaba primavera— y con una tarteleta de ceps y raifort que era puro umami con toque picante. Y luego el rape a la brasa con judía: sobrio, preciso, sin florituras. Lo que vendría a ser un “te lo pongo fácil para que veas que sé hacerlo difícil”.


Y luego… el postre, claro
Y si todo el menú había ido construyendo un puente entre dos cocinas, el postre fue el abrazo final. Aquí es donde la fusión fue más fusión. Donde lo de “hacer algo juntos” dejó de ser concepto para convertirse en cucharada.
El buñuelo con praliné de avellana y almendra era un mordisco de feria refinada, ese tipo de dulce que te hace sonreír de nostalgia aunque no sepas bien por qué. Y la panacota de higuera con cabra, directamente, fue una maravilla. Equilibrada, tierna, perfumada, con esa mezcla exacta entre lo dulce y lo salado, lo suave y lo ácido. Y sí, notabas que llevaba algo de cada uno de ellos, aunque no supieras bien qué. Era la prueba de que la complicidad se puede servir en plato.
Porque al final, de eso iba todo esto: de cocinar juntos sin pisarse, de sumar sin perder, de que la técnica no tape la emoción. Un pop-up que no buscaba deslumbrar, sino conectar.