Propietarios Adnaloy Osío, Samuel Calderón y Adriana Osio.
Caña de azúcar, oda a Venezuela
Adnaloy Osío (Caracas, 1986) siempre ha tenido un vínculo muy fuerte con la cocina y con su familia. Hija y nieta de mujeres cocineras, lo suyo va unido a los sentimientos, y el Caña de Azúcar, un proyecto gastronómico gestado desde la infancia, un claro homenaje a la tierra que la vio nacer y a la familia que la vio crecer. Desde febrero de 2016, este establecimiento ubicado en el barrio del Eixample de Barcelona le ofrece a todo aquel que entra por la puerta la posibilidad de estar y disfrutar de una casa venezolana que rinde tributo al mestizaje cultural con una propuesta gastronómica evolucionada y creativa que combina productos de aquí y de allá. Una oda a la arepa, al pabellón criollo, a los ceviches y a los tequeños (los famosos deditos de queso) y también a la buena convivencia de sabores del mundo.
Adnaloy mantiene el recuerdo vivo de aquellos domingos en casa de los abuelos donde todo pasaba en la cocina con las mujeres de la casa. «Las mejores cosas suceden dentro de una cocina; las cosas más privadas se hablan en una cocina; los sentimientos más intensos se viven en una cocina.» Su infancia estuvo llena de olores y sabores. «Yo tengo un diccionario de olores, sabores y texturas en mi cabeza.» Cuenta que se levantaba de la cama con el olor de la comida de la mamá y bajaba corriendo las escaleras de la casa sabiendo qué estaba cocinando: lasagna o pasticho, arroz con pollo, asado negro o pollo asado con papas. «Yo le decía a mi mamá: “Abre una ventanita en la pared y vamos a vender la comida.” Mi mamá se reía. Y yo no entendía porque no se abría el hueco en la pared.» Visión y emoción. Y de ahí la ventana soñada hecha realidad en el Caña de Azúcar. Para ver el mundo y que el mundo la viera a ella.
Y en ese viaje anacrónico que provocan los olores, la joven chef rememora la sensación de entrar por la puerta de casa de la abuela y sentir un olor a familia o a reencuentro. «Como Aladino cuando va volando con el humo, me imagino a las personas así: volando con el olor y llegando a un punto, un recuerdo o una vivencia. Es súper mágico.» Lo mismo que ocurre en el Caña de Azúcar y con los clientes oriundos de Venezuela: entran a una casa que les recuerda su infancia y más cuando ven el cuadro del Ávila (impresionante grupo de montañas, signo identitario de los venezolanos). Esto es lo que siempre quiso desde que se dio cuenta de que quería ser cocinera: «Yo quiero que la gente sienta lo que yo siento cada día de mi vida.»
Tras una época de formación en el Centro Venezolano de Capacitación Gastronómica (CVCG) y en la Galería Gastronómica de Laurent Cantineaux, de quien aprendió que el trapo era una extensión de la mano, pasó por todos los gastronómicos de Caracas. Aprendió todo lo que podía aprender dentro de una cocina: desde hacer una espuma a perderle el miedo al fuego y a decir sí en mayúsculas al aprendizaje. De su paso por el Malabar de Carlos García, considerado el mejor chef de Venezuela y de quien se queda con su ética profesional y enseñanzas como: «En la cocina hay un rango y tú tienes que respetarlo. Si tú quieres llegar a ese rango, tienes que luchar por eso» nació el impulso para dar el gran salto.
«Llegó un momento que supe que quería perderme, equivocarme, probar y experimentar. Carlos García vio el coraje que yo tenía y las ganas de comerme el mundo. En esos momentos no existía todavía esa técnica o esa práctica que me pudiera llenar como artista. Y me dijo: “Tienes que irte a España.”» Y llegó el momento con poco más de veinte años. Barcelona Calling. Primera parada: la Escuela de Hostelería Hofmann. «A nivel formativo, aprendí muchísimo. Sobre la técnica y sobre el producto. Y también me volví más humana. Ahí empecé a pensar el proyecto Caña de Azúcar.»
Después de la Hofmann, estuvo un año en el Lasarte de Martín Berasategui. De él destaca su gran valor humano. Fue una experiencia dura y había situaciones difíciles dentro de la cocina. «Martín siempre me decía: “Tú, a tu camino.” Nunca he olvidado esas palabras.» Con Andoni Luís Aduriz y Mugaritz aprendió que «la organización, la disciplina y el empeño son la clave del éxito.» Aprendió sobre precisión y sobre método. Que hay que querer progresar y no «quedarte limpiando lenguas de pato o cocochas.» Y que «lo posible y lo imposible se mide por la voluntad del ser humano.»
Tras su paso por el País Vasco, tocó Madrid, Berlín y de nuevo Madrid. Fue en el restaurante mexicano con estrella, el Punto Mx, que la chef venezolana lo vio claro y todo encajó en su cabeza, experiencia tras experiencia y lección tras lección. Si en Punto Mx se ensalzaba el taco, ella haría lo mismo con las arepas. «Para mí el valor de una arepa no tiene precio. Porque es una historia, una cultura, un arte que viene de los antepasados.»
Regresó a Barcelona de la mano de Jordi Cruz y ésta fue la última experiencia como aprendiz. Y de todo este periplo, valoró el I+D de la cocina de Mugaritz, las técnicas, las mezclas físicas, químicas y biológicas, perfeccionó el trabajo con las pinzas y la espátula, pero supo que ella seguiría trabajando con las manos: «Tú cuando trabajas no puedes tocar nada con las manos. Te vuelves hábil con los instrumentos y es como si hicieras magia todo el día, pero me sentía incómoda. La temperatura o las texturas hay que sentirlas. Para mí, la cocina es algo que tengo que tocar.» Y para el comensal, lo mismo (la comida venezolana se come casi toda con las manos).
Empezó la época de sacar a relucir todo lo aprendido, de convertirse en su propia jefa, de acercar su Venezuela natal a Barcelona. «Vamos a echarle pichón», le dijo a Samuel Calderón, su socio y compañero de vida. A la pareja se les sumó la hermana mayor de Adnaloy, Adriana Osío. Ella es la encargada de la propuesta más dulce del Caña, quien le da continuidad a los postres de la abuela y de las tías: «A mí el dulce no me engorda, me alegra.»
En el momento de emprender su proyecto soñado, Adnaloy revivió un momento de la infancia, de cuando su madre le daba el dinero para cruzar la calle y comprar el jugo de caña de azúcar. Tenía que cruzar una carretera y eso daba miedo y respeto. Y había que atreverse. Y querer hacerlo. De esa experiencia nacería el nombre del establecimiento, del recuerdo de la sensación vivida para llegar al jugo de Caña de Azúcar. De esa aventura para llegar al objetivo. De reafirmar que vale la pena todo lo vivido. Y que no hay olvido y sí mucha memoria.
Así, este local, donde a menudo quema el palosanto para limpiar energías, muestra la cara de lo que se come día a día en Venezuela, una gastronomía producto del mestizaje cultural (herencia de Italia, Francia, Portugal, México, España, Perú, Colombia y África). «Nosotros tenemos lo que tenemos gracias a estos países.» La chef ha desestructurado los platos tradicionales para crear platos nuevos para que sus comensales tengan el mismo resultado en boca. Y ha querido resaltar el guiso típico de su abuela con productos autóctonos de aquí como la trufa, la col lombarda o el brote de guisante. Pequeños detalles 5con los que «le abro la puerta al catalán con su paladar y el mío.» Y en esa apertura, Adnaloy nombra a sus creaciones de manera muy sugerente. Para muestra, un botón con su «No te enamores del siwichi» (pesca del día con salsa de jalapeños) o el «Vuelve a la vida» (pulpo marinado con leche de tigre, salsa roja, ají y aguacate).
Samuel Calderón afirma que entrar en el Caña tiene que ver con una experiencia que no puede desvincularse de los sentimientos. «La idea es que te sientas como en tu casa. No solamente con la gastronomía, sino con el lugar y el servicio. Hay gente que siente que está comiendo de un plato de su abuela y gente que se pone a llorar cuando come un tequeño.» Conexión entre sabor y recuerdo. «Sólo entrar, te hacemos viajar a Venezuela con la parchita (zumo de maracuyá). Intentamos dar el valor que se merece a la cocina venezolana porque a menudo se ha subestimado. En el Caña de azúcar, de puerta para fuera nosotros somos los extranjeros, pero de puerta para dentro, los otros son los extranjeros porque están entrando en Venezuela», concluye Samuel.
El Caña de azúcar tiene color, sentimiento y mucha historia. Porque ensalza la propuesta gastronómica venezolana y por la delicada vajilla en la que se sirve. Por la librería que abraza libros de cocina y de recetas de años de formación. Por los emblemáticos Ávila y Salto del Ángel en sus paredes. Por las fotos de familia que presiden algunos rincones. Por las aventuras y esfuerzos de su alma máter, Adnaloy Osío. Por la incondicionalidad de Samuel y Adriana. Por la buena de Catalina, que cuida del Caña. Y por esas botellas llenas de cientos de barquitos de papel. Seguro que si les preguntáis un día, os cuentan su historia, que resulta mágica, como todo lo que tiene que ver con el Caña: esfuerzo, enseñanzas de vida, recuerdos, memoria sentimental y un guiño permanente a Venezuela.
Caña de azúcar
Carrer de Muntaner, 69, 08011 Barcelona
936 81 75 57
www.restaurantecañadeazucar.com